Cuando su hermana le confirmó que estaba preñada, Johanna La Ciega (le llamaban así porque había otra Johanna en la misma cuadra), recién había cumplido 18 años y como aún no se terminaba el siglo 20, las pruebas de embarazo no daban sus resultados con sonidos ni en Braille, de hecho, aún no lo hacen.
Ella estaba acostumbrada a la asistencia y sabía que necesitaría ayuda para muchas cosas en su vida, lo que nunca previó fue la vergüenza y la angustia de sentirse tan expuesta como la tarde de jueves de febrero en que no tuvo más remedio que recurrir a su hermana para que le leyera el resultado de aquel test.
Que aquello se le asemejara a cuando alguien “leía” el futuro en los residuos de una taza de café, que además el designio sólo tuviera dos posibilidades y que para colmo, no fuese café sino su orine, la hacían sentirse muy aprehensiva, claro que si consideraba también que tenía ya dos reglas fugitivas, era apenas natural que se sintiera asustada, o como ella lo fraseó: “Cagada”.
María Teresa, Marité, era su hermana mayor y tenía 22 años. Ambas eran grandotas y bellas, tipo exuberantes. No había característica en ellas que se pudiese catalogar como defecto. Ok, la menor era ciega, y algunos dirán que ¿Qué más defecto que eso? Pero en general, obviando el detallito, eran como unos ángeles modernos: hermosas, brillantes, de pieles perfectas, blancas pero no pálidas. Para las dos era como si fuese imposible ser vulgares pero tampoco podían evitar ser sensuales y proyectar belleza. Todo en ellas era muy normal, cabellos castaños y lisos, ojos oscuros y afectuosos, labios tiernos y dientes alegres. Eran delgadas pero no carecían de curvas, de hecho tenían más volumen en senos y nalgas que sus amigas contemporáneas, pero a pesar de eso, como decía más arriba, no se les podía ver vulgares.
Siendo así y contra todo pronóstico Marité aún era virgen (obviamente Johanna La Ciega no lo era) y hasta eso influyó en su reacción en ese momento: - ¿Cagada? ¿Tú estás cagada? No chica, ¡La cagada es ésta que sale aquí! – Refiriéndose al signo positivo color rojo dentro de la tira plástica orinada por su hermanita.
El otro responsable de aquella sorpresita era su novio, el primero, el único. Efraín era su vecino de toda la vida, mayor que ella por sólo tres años. Tanto se les asociaba juntos que visto desde afuera, aquella situación era casi incestuosa. Pero no había relación entre sus juegos de niños y los que ahora resultaron mucho más delicados y trascendentes.
Aunque Marité hacía lo indecible para que Efraín le prestara atención, él estaba aturdido e hipnotizado por su hermanita y no por ella, por lo que secretamente no dejaba de pensarla y le dedicaba todo el tiempo y las energías que disponía en su ya complicada vida de estudiante de medicina. Claro que ahora de preñado la cosa será cuento aparte, peor pues.
Tampoco es que fueron totalmente irresponsables. Efraín y Johanna La Ciega siempre se cuidaron cuando tuvieron relaciones. Su problema fue más un ligero descuido o accidente consecuencia de las condiciones de sus encuentros sexuales, por un lado él siempre se quejaba de lo pequeño que le quedaban los preservativos (aún los supuestos “extragrandes”) y por el otro simplemente ella no veía.
Además, las locaciones para sus escenas triple equis eran las más insospechadas y por ende las menos seguras: el cuarto de máquinas de los ascensores en la azotea del edificio, el asiento trasero de la camioneta del papá de Johanna, los cuartos de gas y de basura de cada piso (dependiendo de quién no estaba por seguro en su apartamento), los ascensores, las habitaciones de ambos, la habitación de Marité, los baños de las habitaciones de ambos y hasta las escaleras del edificio. En tiempos de guerra todo hueco es trinchera… y hasta los lisiados batallan.
A veces no había luz, lo cual sólo afectaba a Efraín, a veces no se quitaban toda la ropa y a veces no sabían ni dónde había quedado el fulano condón. Era particularmente difícil porque sólo contaban con los ojos del muchacho para vigilar durante el sexo y revisar todo después de él. Claro está que hoy Johanna supone que algún condón debió romperse, al menos uno y obviamente que entre tanta premura no lograron percatarse de ello. ¡Ah! También supone que no fueron las últimas veces las que importaron. ¡No! sino que debió ser durante sus pequeños desguaces en las escaleras del quinto piso, mientras las familias González y Portillo estaban de viaje por las fiestas de diciembre. Cálculos que les llaman.
En la cabeza de Johanna La Ciega retumbaban muchas preguntas: ¿Cuál fue la razón? ¿Fue la improvisación de sitios? ¿Las malas condiciones? ¿La estrechez de los forritos de látex? ¿La inexperiencia? ¿Los nervios por lo prohibido? ¿Las hormonas? Quizás fue alguna de ellas, pero por seguro fueron todas y algunas otras razones que posiblemente ni ella ni Efraín consideren.
Cuando recordaba e intentaba descifrar su error, se descubría reviviendo la misma emoción y angustia de su primera vez, los olores de su hombre, sus brazos duros, la piel áspera y rasposa de sus manos que la erizaba completa cuando la tocaba en la espalda, en su cuello, en sus nalgas y cando la apretaba fuertemente hacia su cuerpo, haciéndole sentir todo el rigor de aquel bulto latente en su cintura. Recordaba cómo por primera vez metió la mano en su pantalón y sintió el duro y caliente miembro de su novio, amigo, amante y vecino, cómo llegó a explorarlo completo, sintiendo cada forma en su piel, cada vello y cada vena, tocando finalmente su punta seca, sintió que era diferente al resto y que debía ser similar a la piel de ella por dentro, sólo que no estaba terriblemente húmeda como la de ella, pero que seguramente debían lucir similares, pues se sentía distinto a la piel de los brazos, del pecho, del cuello y hasta del resto de aquel miembro que la intrigaba y asustaba por igual.
Johanna La Ciega no podía evitar recordar cómo instintivamente se acercó aquella vez para besarlo, abriéndole el pantalón con una destreza inusitada y por demás oportuna, mientras se arrodillaba para enfrentar aquel olor y aquella fuerte temperatura con su cara y con sus labios. Lo besó, lo olió, lo lamió y lo abrazó lo más profundamente que podía con su boca. En esa oportunidad Efraín la guió tomándola por la cabeza suavemente y cuando sentía explotar de placer se detuvo y la alzó brusca pero tiernamente por los brazos, para inmediatamente agacharse él y desvestirle, generándole unas cosquillas que le desarticulaban las rodillas y le hacían sentir un calor que le llegaba al pecho, le aceleraba la respiración y le calentaba las orejas y los pezones. Cada roce de su pequeña barba de dos días de afeitado le despertaba unos gritos internos que debió esforzarse increíblemente para lograr ahogar. Cada embestida de su lengua y cada caricia en su interior eran sencillamente inaguantables, al punto en que él debió sostenerla porque no lograba mantenerse en pie mientras, entre su calor y la debilidad de sus rodillas, sentía que se le iba y venía la vida.
Johanna La Ciega recordaba también que luego de cuatro sesiones como aquella, y una vez solos en el cuarto de él, cuando pensaba que ya no podía sentir mayor agonía en su interior y que el placer ya rayaba en lo desesperante, sintió como su amante se separó de ella para enseguida tomarla por los tobillos mientras ella permanecía acostada boca arriba sin entender qué hacían sus manos y dónde sentía qué, pues todo su cuerpo estaba hipersensible, fue entonces como poco a poco fue sintiendo cómo el cuerpo de Efraín se iba fundiendo con el suyo. Sudorosos, adoloridos, con cierto ritmo aún desconocido, fueron acoplándose y él fue entrando en ella y sentía cómo se desgarraba, cómo se estiraba, cómo la presionaba y cómo se mojaba cada vez más, fue intenso desde todo punto de vista. Johanna La Ciega sintió desmayarse por un momento, no entendía como aquel dolor tan particular podía a la vez gustarle tanto, además, sentir su pecho rozando sus senos con cada movimiento, la presión de su pelvis sobre la suya y su respiración agitada, excitada y emocionada en su oído, eran demasiado para ella. Esa era su primera vez y era demasiado intenso todo. Así lo recordaba y volvía a estremecerse, ahora con un vacío en el pecho, con una angustia y una culpa que no terminaba de asimilar pero que le revolvía el estómago y le robaba el hambre. Que este recuerdo la asustara y la emocionara a la vez le hizo sentir rara, como culpable, pero más por la renovada excitación por lo recordado que por la gravidez recién descubierta.
Creía que su educación sexual había sido aún más deficiente que la de su hermana, al menos Marité podía ver ilustraciones y fotografías, pero ella había nacido ciega y no tenía idea realmente de cómo era el cuerpo de un hombre, de cuánto podía afectarle su cercanía y de qué formas, olores y otros detalles guardaba la desnudez de un hombre. Apenas se conocía ella misma. Además de su limitación para descifrar las formas y colores por cuenta propia, sentía que se sumaban los temores y tabúes de sus padres y maestros, que tendían a protegerla a tal punto que casi todo lo que conocía del sexo lo había descubierto por su cuenta, en plena vivencia.
Es así como Johanna La Ciega cree que, apartando la mala suerte de caer en las estadísticas de la rotura de un condón, si sólo la hubieran tratado como ciega y no como bruta, quizás no sería hoy “la cieguita preñada del piso 7”, no porque crea que saber más técnicas o teorías la cuidarían de un embarazo durante el sexo, sino que quizás no hubiesen sido tan intensas sus ganas de saber sobre el sexo, pues aunque sabe que ha sido lo más placentero y satisfactorio que ha sentido, piensa que con más información hubiera podido tener mayor control de las situaciones... y se repetía en su mente: "¡Coño! Porque para perder la cabeza primero hay que tener una".
1 Response to "De Cómo Preñaron a la Cieguita del Piso 7"
JAJAJAJAJ que loca esta historia! pero estuvo buena 4 de 5 estrellas
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