La Sonrisa Eterna - 3


El monitor de la computadora estaba apagado, las carpetas y los papeles en cantidades increíbles sobre todo el escritorio y hasta encima de la impresora, las cajas con los uniformes de las promotoras y los materiales promocionales que habían llegado desde el martes casi no dejaban espacio para la silla. Aquel cubículo estaba hecho un desastre y así quedó por toda una semana, pues nadie podía organizar aquello. Juan Carlos acostumbraba tener su puesto de trabajo pulcro, sin embargo, los trámites con la clínica y la semana que tenía ya ausente por los exámenes hicieron su labor para convertir aquello en un lugar irreconocible.

El lunes en la tarde Ricardo estuvo en la funeraria, triste y mudo, el martes en la mañana en el cementerio, igual de callado, parecía un juguete al que le sacaron las baterías. No habló con nadie, no podía. Lloraba sin llorar, pero lloraba estruendosamente por dentro. Luego de todo aquello, se fue solo para su casa, le dijo a Anna que estaría bien y que volviera a su casa también.

El resto de la semana fue increíblemente rutinaria, en las mañanas salía temprano a trabajar, aunque no iba a la oficina, sino que esperaba a que abrieran el cementerio, se sentaba junto a la tumba aún sin lápida ni identificación y esperaba a que se acabara el día. En las noches, se tumbaba en su cama, medio hablaba por teléfono con Anna y terminaba dando vueltas pensando, durmiendo por minutos y despertando siempre para seguir pensando.

Los recuerdos fueron intermitentes pero muy intensos: cuando lo vio por primera vez en la universidad frente al auditorio precisamente el día de su graduación mientras él sólo llevaba aprobado el primer año de la carrera; cuando comenzó a trabajar en el Banco y los presentaron en la ronda puesto por puesto que le hizo la Gerente de Recursos Humanos por todos los pisos; y cuando a los dos meses de trabajar juntos, en la noche de un viernes en plena celebración del cumpleaños de Rosa María, la Directora de la Agencia de Publicidad que los atendía y que él pensaba que tenía una historia andando con Juan Carlos, éste sin advertencia alguna se le acercó y le invitó a irse juntos a otra fiesta cerca en un pent-house en La Castellana, donde contra todo pronóstico Juan Carlos le dedicó toda su atención y, quizás producto de la desinhibición alcohólica le sonrió sosteniéndole la mirada y retando a la suya, hasta lograr incomodarlo y emocionarlo a tal punto que sintió su cara y sus orejas explotar de calor y vergüenza antes de escuchar las palabras que definirían su vida desde aquel momento: “¿Y entonces Pana, será que si te beso no me entras a patadas? porque ya no aguanto las ganas Catirito”.

Recordaba cómo aquella noche no pasó nada entre ellos, después de decir eso Juan Carlos no le volvió a insinuar nada más aunque le seguía invadiendo con las miradas y acercándose más de lo permitido. Ricardo siempre había dormido bien y hasta en exceso, pero esa noche no pudo dormir, no estaba seguro si aquello era algún tipo de broma y le parecía imposible todo, que ese chamo tan straight fuese gay, que a ese chamo estando tan bueno le gustara precisamente él, todo le era insólito, demasiado diferente y demasiado intrigante a la vez. Llegó a dudar si lo había escuchado realmente, pero como casi no bebía no podía culpar al alcohol de escenas imaginarias. Lo que no entendía era lo que Juan Carlos intentaba o quería, porque él sí estaba seguro de lo que sentía, desde siempre había estado deslumbrado por su presencia, su voz profunda, su estilo totalmente masculino, sus ojos verdes aceituna, su cabello negro muy liso y corto, sus brazos grandes y su sonrisa de macho sexy, él estaba muy claro en lo tanto que le gustaba Juan Carlos, tanto así que ya había imaginado el Kamasutra completo con él. Lo que no entendía era aquel sentimiento que ahora le angustiaba el estómago y le sacaba sonrisas gratuitas en la oscuridad de su habitación. Sentirlo tan próximo, tan cómplice y tan interesado lo desconcertaba. Hablaron mucho esa noche y lo descubrió aún más interesante y humano, ya no era sólo el papi ricote de su oficina, ahora era el papi ricote de su oficina que quería tener algo con él.

El lunes siguiente en la oficina todo fue tan extremadamente normal que pasó de sentirse ansioso a decepcionado, hasta que después del almuerzo Juan Carlos lo llamó por teléfono pidiéndole encontrase en la sala de reuniones para discutir los detalles de una promoción de tarjetas de crédito que quería implementar para finales de año. Una vez solos, Juan Carlos le habló lo más directo que pudo: – Sobre lo que pasó la otra noche, Ricardo, tenemos que resolver este peo porque no me he podido concentrar en toda la mañana. Necesito que me aclares una vaina y dependiendo de tu respuesta que me aclares otra más: ¿Tú eres gay? – A lo que Ricardo respondió casi entre dientes, demasiado intimidado y nervioso – Pues sí, lo soy. – Entonces Juan Carlos, sin cambiar la expresión seria, le replicó: – Bueno Catirito, dime cómo vamos a hacer porque tú me gustas demasiado. – Ricardo entonces le contestó en seco y sin mostrar lo emocionado ni nervioso que estaba y principalmente sin sonrojarse: – Pues no se pana, chévere que sientas eso pero tendrás que invitarme a algún sitio mejor que este para averiguar qué siento yo… yo puedo esta noche así que me avisas donde nos vemos… –

Por más de año y medio estuvieron inseparables desde aquel lunes en la noche, no hubo beso que no se dieran ni posición sexual que no experimentaran y nunca faltó la llamada de buenas noches en el celular de Ricardo antes de dormir (cuando no pasaban la noche juntos), así como la llamada de buenos días, que Juan Carlos religiosamente hacía, para recordarle a su “Catirito” lo tanto que lo extrañó durante la noche y cuanto lo deseaba en ese momento en su cama, incluso frecuentemente le pedía que se masturbaran mientras hablaban o le amenazaba con hacerle una “encerrona” en el baño de la oficina al llegar al trabajo.

En la noche del domingo siguiente a la muerte de Juan Carlos, en su nueva etapa de insomnio, releía desde su cama todos los mensajes de texto que tenía en su celular y escuchaba los mensajes de voz en su contestadora. A las tres de la madrugada decidió guardarlos y lo transfirió todo a su laptop, los sms como archivos de texto y las grabaciones como formato de audio en una carpeta entre los documentos llamada JC. Luego se levantó y salió a la calle sin que sus padres lo notaran, caminó por toda su urbanización hasta la salida hacia la avenida principal y de allí hasta la autopista. Casi no se veía carros y los que pasaban lo hacían a velocidad excesiva. Allí, sentado en el borde de la autopista del este, volvió a llorar y lo hizo aún más fuerte que la mañana del lunes con su amiga. Le habló a su novio porque sabía que podía escucharlo, se despidió, le dijo todo lo que en ese momento sentía, no era coherente pero su tristeza sí lo era, entonces apagó el teléfono y esperó. Luego de unos minutos vio acercarse un camión lo suficientemente grande, por las luces era justo lo que esperaba y cuando lo vio bastante cerca calculó el momento preciso para arrojarle el celular, que luego del estruendo de aquellos inmensos cauchos, no volvió a ver.

Ricardo volvió el lunes a la oficina, llegó a las seis de la mañana y organizó todo en su puesto y en el escritorio de Juan Carlos, luego de cargar en un servidor externo las carpetas personales de ambos, con incontables fotos, presentaciones y trabajos de la universidad, redactó su renuncia y la dejó sobre el escritorio de su jefe. No esperó por nadie ni se despidió de nadie. Volvió a su casa, montó dos maletas en su camioneta, el bolso de la laptop, se puso la gorra de los Yankees de Nueva York, que su novio le había prestado dos semanas atrás cuando volvían de un concierto en el estadium universitario, y se fue de Caracas.

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