El Galán


Comenzaba la noche del sábado y a pesar de no faltar sino horas para el día del padre, yo me encontraba trabajando en las calles del centro y sin siquiera idea o plan acerca del regalo que debía entregar a mi papá, cuando asistiera al almuerzo que le prepararía mi hermana en su casa, no sólo por el festivo natural sino porque coincidía además con su cumpleaños número setenta. Ese tema no me preocupaba y por el contrario se me hacía inmensamente intrascendente, más que nada porque para esa época estaba como curado de las emociones humanas comunes, era como si hurgar continuamente entre la miseria y contemplar tanto drama me hubiera inmunizado contra cualquier “sentimiento fácil”, como llamaba yo a aquellas alegrías por encuentros, cumpleaños, bodas, nacimientos y hasta muertes, claro que la de mi madre sí me afectó, pero era apenas natural por tratarse de ella.

La semana anterior yo acababa de cumplir treinta y siete años y no había sentido mucha emoción en esa oportunidad, ni durante toda la cena que promovieron mis amigas del canal, ni durante la esmerada y larga noche de sexo secreto que me regaló la asistente y esposa del Director de Información, pues aunque sentía el cariño y hasta la admiración de mi gente más cercana, todo se me hacía profundamente efímero y superficial. Ni siquiera sentí algún tipo de aprehensión por la cercanía de los cuarenta y mi obvia soledad. En ese tiempo yo era realmente frío e indiferente, incluso conmigo mismo y fue por eso que me sorprendió tanto descubrirme afectado, al punto de sentir un calor desde el esternón hasta la nuca y unas ganas de llorar, como seguramente sentirían las madres y algunos padres cuando veían mi programa los viernes en la noche, reflejando alguna “tragedia infantil” u otra historia “desgarradora”, que para mí seguramente cada una sería sólo una historia más, parte de mi trabajo, parte esencial pero impersonal del periodismo más amarillista posible.

Al menos así era hasta esa madrugada de domingo, porque durante la quinta entrevista de la noche, en los callejones mórbidos y en extremo sucios del centro de la capital, me encontré con un hombre y con su vida, no con un cuento sino con una vida agonizante, con una respiración entrecortada, una mirada que gritaba muy bajo un pedido de auxilio y con unas palabras que demostraban una desesperación entre calmada y resignada. Al principio, cuando nos acercamos para hablarle, el camarógrafo, la productora y yo, nos vimos uno al otro como preguntándonos con una mezcla de asco y sorpresa cómo alguien podía estar en esas condiciones. Cualquier intento para describir el hedor y la repugnancia que despedía aquel lugar se quedaría corto, pues el nivel de inmundicia era realmente intolerable. Los tres seguimos aproximándonos a pesar del invivible ambiente, más que por curiosidad y compromiso periodístico, porque teníamos una apuesta pendiente desde hacía unos meses atrás, precisamente para cuando nos encontráramos con casos como este, así si alguno de los tres desistía y se apartaba del sitio porque no aguantaba el asco, entonces el débil de estómago perdería, porque sólo disponíamos de dos viajes por toda Europa (para dos personas cada uno) que nos había regalado una mayorista de viajes patrocinadora del programa.

Una vez allí, comencé la entrevista pensando en que debía botar aquella ropa al llegar a la casa. Saludé y busqué la atención del indigente epicentro de aquella pudrición y nos encontramos con un hombre perdido, que no lograba concatenar frases coherentes y que lo mismo nos respondía el saludo, como nos advertía del peligro de no esconderse bien debido a la inminente “invasión de demonios extraterrestres con vista de rayos equis“. Aquel reportaje se estaba tornando repetitivo y soso, porque todas las “personas en estado de indigencia” que conseguimos eran compendios de historias vergonzosas y si acaso algo tristes, de gente desesperanzada víctima de adicciones y degradada por su cada vez menor capacidad de atenderse a sí misma, cuentos más o menos similares, historias recientes de diversos tipos de fracasos familiares y hasta laborales, que no pasaban de ser simples abandonos y derrotas de gente débil. Sin embargo, cuando el entrevistado pestilente notó la presencia de la cámara, abrió los ojos y parpadeó varias veces como enfocando y se incorporó malamente, sentándose sobre un escalón contiguo a su ruñida humanidad y comenzó a hablarme, como si acabara de despertarse, como si fuese otra persona, igual de destruida pero totalmente lúcida. En sus palabras se dibujaba claramente una tristeza acumulada, una vergüenza real y por sobre todo un miedo muy arraigado, se mostraba el sufrimiento de alguien que entendía lo que estaba pasando y que había vivido lo opuesto a aquella desgracia que era él mismo.

Recuerdo perfectamente que luego de disculparse por el estado en el que se encontraba, Gastón Gutiérrez Mora, como dijo llamarse, me explicó insistentemente que aquel inmenso descuido y destrucción no eran propiamente su culpa, que contrariamente, él mismo no se reconocía la mayor parte del tiempo. Creo que aún sin conocer sobre los actos que lo condujeron a esas condiciones, le creí. Luego de hablar con cada vez mayor dificultad y contarnos algunos detalles de episodios de su vida y algunos datos sobre su identidad, se me quedó mirando fijamente, inmóvil, en medio de una frase de crítica y lamento por haber sido víctima desde muy joven de una enfermedad mental que no le daba descanso y que lo mantenía aturdido, entre voces, gritos, ruidos e imágenes, según él terribles y vergonzosas, que sólo lograba apaciguar y evadir bebiendo alcohol y durmiendo. Llegué a asustarme un poco y también recuerdo haberme preparado para reaccionar y alejarme, si llegaba a atacarme, porque su expresión se tornó como neutra, su rostro estaba muy relajado y lo mismo podría interpretarse como de cansancio, molestia o hasta tristeza. Esa falta de expresión que podía asustar y confundir, era totalmente consistente con la situación, pues aunque tardamos en notarlo, “El Galán”, como nos dijo que le llamaban en el mismo canal donde nosotros trabajábamos, pero mucho antes de que hubiésemos estado aunque sea en planes de existir, había muerto. Allí, sin aviso, en plena conversación y sin recibir ningún consuelo o atención, simplemente se había quedado inmóvil y solo.

Aquella escena nos golpeó a los tres, no podría decir cuánto, pero estuvimos de acuerdo en no incluirlo en el programa, a pesar de ni siquiera comentarlo al momento de la edición. Esa entrevista se pudo convertir en el mayor impacto transmitido por nuestro programa, y en otra oportunidad creo que hubiera insistido en no obviarlo, más por mi espíritu tremendamente morboso que por el propio efecto sobre la audiencia y por ende sobre la popularidad del programa. Sin embargo, quizás como muestra de un respeto por demás novedoso en nosotros, lo dejamos solo, así como vivió, o mejor dicho, como estuvo muriendo los últimos años.
Sobre la reunión del día siguiente en casa de mi hermana, todos asistimos, supongo que cada uno con la misma emoción e interés de siempre, pero en mi caso había un rastro de nostalgia e incertidumbre que acompañaba mi desapego natural. No pude evitar comentarle a mi padre sobre el personaje que acababa de conocer y, sin dar detalles, quise indagar en su memoria, a ver si había tenido conocimiento de la existencia de ese señor, que seguramente pertenecía a su misma generación. Para mi sorpresa, no sólo lo recordaba, sino que se distendió en detalles sobre sus trabajos en nuestra, para entonces adolescente, televisión venezolana. El Galán, además de haber sido idolatrado por las jovencitas de la época, al nivel de causar numerosos desmayos histéricos a sus fanáticas durante sus presentaciones en público, había sido alguien determinante en su vida, porque, diciendo todo esto entre pausado y algo rencoroso, mi padre relató sin muchos detalles la etapa de su vida en que quiso literalmente morirse, debido a que mi madre, para entonces su prometida, lo había dejado para irse a vivir con aquel actor, que según dijo, había conocido cuando trabajó como bailarina en un show de musicales muy famoso en ese tiempo, detalle ocupacional de mi madre que todos desconocíamos hasta esa tarde. Al parecer, según contó mi padre, mi madre no soportó ni tres meses la vida desenfrenada y sin valores junto al Galán y, tras haberle descubierto algunas mentiras y “cuentos tan increíbles que ni siquiera ella era capaz de repetir”, lo abandonó e hizo lo mismo con su trabajo de bailarina. Así que luego de un tiempo volvieron a encontrarse en una fiesta de fin de año y el resto de la historia ya no se me hizo tan desconocida.

Tan perspicaz y directo como siempre, mi padre, al leer las preguntas prohibidas en mis ojos, aclaró cualquier duda diciendo: “Pero no te preocupes, que tú naciste al poco tiempo de casarnos por la falta de métodos anticonceptivos y nuestra total despreocupación ante ese tema, no porque seas hijo de ese actorcito”. ¿Hijo? Ni que lo hubiera escrito el guionista de mi programa, lo más amarillista posible estaría pasando en ese caso, yo entrevistando a mi propio padre esquizofrénico, indigente y moribundo. ¡No! ¿Demasiado novela? Demasiado real más bien y yo estaba acostumbrado a la “televisión real” no a la “vida real”, así que preferí quedarme con esa explicación de mi padre y no averiguar si aquello era realmente cierto o una simple aclaratoria inventada producto de su ego golpeado por aquella indiscreción. Como fuera, al menos yo no oía voces, por lo menos no voces ajenas y lo único que me ha retumbado insistentemente en la cabeza, incluso hoy, es la idea de terminar peor que El Galán, peor porque aunque tome cualquier tipo de previsiones por no sucumbir ante los fracasos y asegurarme un futuro cómodo y estable, el caso de ese actor fue producto de su locura, su soledad no parecía su culpa, sin embargo yo no podría decir lo mismo, ni siquiera hoy.

1 Response to "El Galán"

Ben!* dijo...

Fue realmente buena esta historia "real" (como tú la llamas), solamente al ver al hombre morir me dejaría traumas por un largo tiempo Jajaja.
Leí varios de tus posts, muy geniales por cierto! Te sigo en el blog.

Saludos!

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